Tengo un amigo que me hace de sparring en eso de las llamadas nuevas tecnologías. Un sparring es aquel boxeador que no compite con el campeón pero que le ayuda a entrenarse y que encaja los golpes con paciencia profesional. Eso del boxeo está de capa caída. Más o menos como las plumas de ganso para escribir o los ábacos orientales para calcular. Pero, a pesar de todo, me gusta boxear aún sabiendo que voy a perder, porque los golpes de mi sparring tecnológico son golpes francos y leales y en ningún caso pretende humillarme.
Como todos los adalides de las nuevas tecnologías, mi sparring tiene también puntos débiles que yo, a fuerza de combates, empiezo a conocer. Basta con empezar la discusión con matices para que el ímpetu tecnológico del caballero de la sociedad de la información se desboque y acabe con una desautorización rayana en el absurdo: "Pues, mira. Si no te gusta el sistema apártate de él. En el fondo no eres más que un "amish" que se niega al progreso. Por si no lo recuerdan los "amish" son una secta de agricultores metodistas llegados de Alemania y de Holanda a las Américas con los primeros peregrinos y que han ido asentándose en ámbitos endogámicos negándose a cualquier cosa que signifique la introducción de máquinas sofisticadas, electricidad, plásticos y otros productos que no formen parte del ámbito natural. La colonia más célebre de la población de "amish" se encuentra en el condado de Lancaster, en el estado de Pensilvania, pero se encuentran "amish" en las grandes extensiones de labranza de la provincia de Santa Cruz de la Sierra, en las tierras llanas de Bolivia limítrofes con Brasil.
La calificación de "amish" no me solivianta lo más mínimo en boca de mi sparring. Al fin y al cabo entiendo su reacción como una negativa a querer admitir que las nuevas tecnologías ya son viejas y que el entusiasmo desplegado en su divulgación no ha entrado en el fondo de la cuestión. Y el fondo de la cuestión no es otro que el mal uso humano de una potencialidad tan rica. Le recuerdo a mi sparring que yo no pretendo ir en contra de nada sino que a lo único que aspiro es a introducir matices en las relaciones entre lo maquinario y lo meramente humano. Y que si las nuevas tecnologías confunden el matiz de la mejora con la negación reaccionaria no se está yendo por el buen camino. También a mí, que no soy "amish" me gusta desplazarme lo antes posible de un lugar a otro y para ello se ha inventado el automóvil. Pero también se ha inventado el código de circulación. Y gracias a esas normas los coches no circulan por dónde más les place, sino por la derecha. Y se detienen ante una luz roja. Y no van por el mundo embistiendo al resto de coches.
Le cuento a mi sparring que, a menudo, los usuarios de las nuevas tecnologías confunden su función y, en vez de hacer las cosas fáciles, acaban sucumbiendo a una retórica maquinaria que las hace más difíciles. Ahí van dos ejemplos de mala praxis de las nuevas tecnologías. Un buen día la prensa nos sorprende con la aprobación de una ley que ha de ser en beneficio de la sociedad. El poder política dimana de la voluntad popular. Para ello se ha convocado una gran fiesta democrática en la que ha participado una mayoría de ciudadanos y de aspirantes al cargo de diputado. Una vez constituida la cámara legislativa, esos diputados se han reunido en comisiones dónde los legisladores han establecido un difícil consenso. Sabemos de la buena voluntad de los legisladores y de la preparación técnica de los letrados que les han asesorado. Se publica la ley en el BOE y se establece incluso el sistema de relación que van a tener los ciudadanos con esa ley, ya sea una ley de dependencia o una ley de mayor justicia fiscal. El lugar desencuentro entre administración y ciudadano suele ser un mostrador oficial. Y ahí, con la ley a cuestas, llega el peticionario con sus impresos debidamente numerados tal como manda la ley. Es más que probable que una de las respuestas del funcionario de turno sea algo así como: "el impreso 240 no es válido". Protesta del ciudadano o de su gestor. "¿Cómo que no es válido? Aquí, en la ley, lo pone". Contrarrespuesta inapelable del funcionario: "Pues la máquina no me lo acepta. Hágalo a mano y preséntelo en el registro". O sea, que todo el esfuerzo legislativo, toda la buena voluntad de los diputados, todo el saber político quedan en agua de borrajas porque el programador se ha equivocado y porque el funcionario no está dispuesto a ir más allá de lo que la máquina le autoriza.
Segundo ejemplo. Recientemente es preceptivo -y tal vez hasta necesario- que los usuarios de las casas rurales se registren de la misma manera que lo harían en el Waldorf Astoria. Deberían rellenar una ficha de todos los miembros de la familia, pero se aconseja que esa labor la haga el administrador de la casa rural. Se trata de un supuesto infinitesimal que las más de las veces consiste en muy pocas personas y en fin de semana. La policía autonómica catalana, en la circular que conmina al propietario a esa labor de control delegado, establece que las fichas, una vez cumplimentadas han de mandarse a la comisaría más cercana por correo electrónico, por fax o en mano. El propietario de la casa rural opta por la calidez de esa tercera posibilidad y se presenta en la comisaria con su media docena de fichas. Ahí el policía le dice que ha de hacerlo por correo electrónico. Debate previsible. ¿Por qué? ¿Es que no es más serio el conocimiento mutuo de policía y hostelero? ¿Y si el propietario de la casa rural no tuviera ordenador o fuera una persona poco hábil en su manejo? Al cabo de pocos días el propietario recibe una llamada de la policía indicándole que muy cerca de su casa hay un vecino que dispone de ordenador y de correo electrónico y que vaya allí a mandar las dichosas fichas. ¿A qué es debida esta insistencia? Pues simplemente: a la pereza que para el policía le significa haber de transcribir la ficha manual para poder indexarla en el sistema, que es lo único que la policía ha entendido. La burocracia es más perfecta que la intuición. Y el cumplimiento de la norma es más importante que la verdad de los datos.
Extraño comportamiento el de esas administraciones que priman el sistema por encima de su contenido. Y cuando el sistema se cae y alguien protesta entonces los protestones somos tildados de "amish" retrogrados. Pero la paciencia y la resignación con la que los apóstoles de las nuevas tecnologías asisten a sus propios fallos -no a los de la máquina, sino a las de las relaciones con la gente- impide que el sistema mejore. Hay tanto saber disperso en el mundo como ignorancia encerrada en los partidarios acríticos de los sistemas. El programador más torpe tiene hoy una importancia política mayor que el más certero de los legisladores. Al primero lo han nombrado en una empresa externalizada. Al segundo le ha nombrado el pueblo. ¡Pobre pueblo! Actor impotente y paciente de la escasa capacidad del sistema en autocorregirse.