De vez en cuando me encuentro con algún espíritu recalcitrante capaz de superarme en mi escepticismo sobre el mal uso de las nuevas tecnologias. Vamos, que si yo me siento en campo contrario hay gente que ni siquiera baja al campo. Esos malhumorados consumidores pasivos de webs, chats y links, amantes como yo de la palabra escrita, se sienten heridos por la curiosa grafía con la que jóvenes y no tan jóvenes se escriben sus sms en las pantallas de sus teléfonos portátiles. Consideran que de esa manera se va carcomiendo el idioma y que se tiende a la consolidación de un nuevo y venial analfabetismo.
Personalmente no creo que esa aparición de una contraortografía atente contra nada. La Humanidad ha practicado desde siempre el juego de las palabras. La aliteración, las sinècdoques o los palíndromos (ya saben: "Dábale arroz a la zorra el abad") forman parte de una visión recreativa de la lengua que luego ha servido en algunos casos para la consolidación expresiva de la poesía. Evidentemente sustituir la qu de "queso" por la exótica k que proporciona "keso" no aporta nada bueno a la información escrita, pero tampoco nada malo si esa información se mantiene en la intimidad y la utilidad de las comunicaciones persona a persona. Otra cosa sería si esas travesuras ortográficas encontraran cobijo en las páginas de un periódico o en las actas parlamentarias. Pero no es este el caso. La lengua aguanta siglos. Ni un músico ni un pintor del Renacimiento comprenderían gran cosa de la música dodecafónica del siglo pasado ni de las obras de Miró o de Rothko. Pero en cambio seríamos capaces de cartearnos con fluidez y precisión con Gonzalo de Berceo o con Ausias March. Y lo haríamos incluso más allá de las normativas ortográficas que se impusieron a partir de la escolarización obligatoria. A los chavales que subvierten la ortografía en sus sms les cabe el consuelo que hasta un premio Nobel como García Márquez propusiera con ánimo provocativo una revisión de la manera de escribir el castellano, acabando con las haches mudas y cargándose incómodos diptongos. Y ¿acaso no hizo lo mismo que esos jóvenes bárbaros de los actuales sms otro premio Nobel cual fue Juan Ramón Jiménez, en cuya obra substituyó voluntariamente la ge por la jota en aquellos casos en los que la fonética pide el uso de las fricativas palatales? ¿No nos sorprende también el uso de la x en el español de México, donde la grafía no da el mismo sonido que en la península?
Que estén tranquilos, pues, los puristas de la ortografía de los mensajes cortos, que no va a ser por comerse vocales como desaparecerá una lengua. ¿Acaso la taquigrafía, esa tècnica hoy tan en desuso, alteró la brillantez oratoria de la palabra pública? La economia de caracteres está en la base de la comunicación rápida. Y eso, de forma intuitiva, ha sido asimilado por los jóvenes en el acto de rebeldía más ingenuo e inofensivo que puede darse.
Pero el problema de verdad no está en la ortografía sino en la gramática. Las nuevas tecnologías han sido aplicadas por las grandes corporaciones públicas y privadas con un doble fin. Por una parte la supuesta celeridad de los trámites, con el consiguiente automatismo implacable de los programas de gestión. Por la otra la supresión de puestos de trabajo administrativos que conlleva una notable reducción de la masa salarial. Sobre el papel eso son signos de los tiempos. La contradicción estriba en el uso de una herramienta cálida -la palabra- sobre un soporte gélido -el sistema informático-. Una vez más los corifeos de la tecnología a ultranza han menoscabado el carácter humanístico que debe impregnar todo tipo de comunicación humana. No existe en esas grandes corporaciones alguien que revise los textos que se van a enviar al usuario. No han tenido en cuenta la necesidad de comunicar en el mejor sentido de la palabra. No se han preocupado lo más mínimo de acabar con la confusión barroca que destilan esos comunicados automatizados y que siempre obligan al usuario a recurrir al antiguo diálogo personal para que un empleado les mire a los ojos y les traduzca la jerga que el sistema y sus responsables, en un insensato rasgo de altivez, llegaron a considerar que sus comunicaciones formaban parte de la lengua universal.
No es un fenómeno nuevo, lo advierto. Antes de la aparición de la telemática determinadas actividades humanas ya se habían blindado con un idioma particular para que el pueblo desconociera sus intenciones. ¿Acaso la liturgia religiosa en latín era una costumbre estética o era simplemente la necesidad de crear escalones de comprensión para mantener el privilegio de los clérigos? ¿Qué no decir de la jerga de la justicia, un conjunto de vocablos y construcciones que, lejos de esclarecernos, nos sumen en una confusión a todas luces injusta para los justiciables? Tampoco se libra de esta tendencia críptica el mundo sanitario, que consigue a fuerza de palabras incomprensibles convertir al usuario de la sanidad en un mero objeto a quién se le niega la más mínima información.
Las comunicaciones automatizadas curiosamente también han llegado -¡oh, paradoja!- a las propias empresas de comunicaciones. Podemos comprar y usar un teléfono o un ordenador, pero echamos en falta una tutoría realmente eficaz que deposite al usuario y al objeto en un mismo plano de igualdad. Porque ese es el gran problema: los supuestos aplicadores de la informática de grandes sistemas, embebidos de extraños poderes demiurgicos, han olvidado la función pública y social de sus avances y en más de una ocasión ofrecen al usuario extrañas conclusiones masturbatorias que sólo satisfacen a los sacerdotes de la nueva religión del mito máquina.
Hagan el ejercicio de leer una, dos y tres veces esos papeles que su entidad bancaria les manda ante el más mínimo problema con su cuenta. Un velado tono de amenaza, unas siglas incomprensibles para el profano y, al final, la ambivalente sensación del cliente de no saber si se trata de una comunicación que le favorece o que le perjudica. Eso es lo que se esconde tras el llamativo eslógan de "banca de proximidad". Y lo mismo podemos encontrar en las notificaciones de tráfico, en los impuestos o incluso en la burocracia educativa, donde las cifras ya no sirven para las operaciones aritméticas sino para definir los distintos papeles impresos que habrá que rellenar para cualquier objetivo. A veces me pregunto si el enorme potencial liberador que había de significar esa herramienta prodigiosa no ha servido, una vez más, para ampliar la diferencia entre los controladores y los controlados. Luego, claro está, hablan de la fractura digital y afean a los ciudadanos comunes el escaso interés que tienen para desentrañar las tripas del sistema. Pero mientras nos tienen entretenidos los mismos sabios que nos desprecian se dedican a subir el listón un poco más arriba para garantizarse a sí mismos que jamás ningún advenedizo sabrá tanto del proceso como ellos. Iban a construir una autopista de la información y no quieren reconocer que les ha salido un laberinto.
Pero, ya ven, todavía hay quién cree que todo se va a pique porque los jóvenes usan la letra k en vez de la hispánica letra q. Una simple krtna d um.