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La huella digital

Escrito por JOAN BARRIL el 14/07/2010 a las 00:25:37
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Una de las grandes broncas que recuerdo de mi infancia fue el día en el que falsifiqué la firma de mi padre en un cuaderno de notas. Ya saben: la escuela anotaba en un uaderno las clasificaciones, se las daba al alumno y los padres daban el enterado con su firma. Debía tener 9 años y la falsificación fue tan burda que me convertí en el hazmerrerir de la clase. Con el tiempo me he dado cuenta de la curiosa manía que tenemos los humanos de autentificarnos por un garabato manuscrito. Con una firma te casas o te divorcias, aceptas o rechazas. Uno está en su casa tranquilamente y un funcionario de correos trae cualquier objeto o carta certificada y basta una firma para que el hombre se vaya tan feliz. Los notarios consideran la firma como la materia prima de su profesión. Y las celebridades deportivas, artísticas o intelectuales se ven asaltadas constantemente por sus admiradores con el único pretexto de recibir la dádiva de un gesto hecho a mano sobre cualquier papel o cualquier superficie. Incluso los libros, esos productos cuya autoría viene avalada por autor, editor e impresor, adquieren una insólita plusvalía cuando el autor estampa su firma en las guardas, como si el enorme desarrollo de las artes gráficas no sirviera para nada y regresáramos con esa firma a los tiempos anteriores a Gutemberg. Parecía que la firma autógrafa iba a ser uno de los hábitos a los que la riada tecnológica se llevaría por delante. Pero no ha sido así. Más bien se han producido extraños maridajes entre tecnografía y autografía que a mi, escéptico y perplejo como soy, me causan una cierta extrañeza. Ahí va el ejemplo. Hace poco, cumpliendo con mis obligados deberes con Hacienda, me encontré en el trance de tener que examinar los números para el Impuesto de Sociedades. Mi sociedad es tan pequeña que enseguida están listos. La gestora que me lleva eso de las cifras me aclaró loq ue no entendía, me dijo la cantidad a satisfacer y me tendió unos cuantos papeles. "Firma aquí, aquí y aquí". Y así lo hice. Y en aquel momento recordé la travesura infantil de la firma falsificada y los consejos que mi padre me dio sobre la importancia de la firma. En realidad firmar como otra persona es un delito de suplantación de personalidad. Pero yo acababa de estampar mi firmaen los papeles que la gestora me había dado. Y le pregunté: "¿Qué es lo que acabo de firmar? Porque siempre me han dicho que no firme nada sin previamente leerlo." Efectivamente, ahí estaba mi firma bajo una tira de código de barras que ocupaba una cuarta parte de la hoja. Y junto a ella, dentro de una bonita funda, se encontraba un disquete, un antiguo floppy, dentro del cual se encontraban supuestamente todos mis datos. El código de barras tenia un encabezado de lo más pretencioso: "La huella digital", ponía. Y el floppy se acompañaba por una etiqueta autoadhesiva con el nombre de mi sociedad. Sinembargo en aquella habitación no había ningún instrumento que me permitiera saber si la dichosa huella digital era mia o de la SEAT y si el contenido del floppy se correspondía con mis escasos movimientos o se trataba de una empresa dedicada al blanqueo de dinero en las Cayman. Lo único que quedaba claro era mi nombre y mi firma autógrafa. Todo lo demás era como si se tratara de un papel en blanco. ¿Qué sucedería si esos tres elementos (disquete, huella digital y firma autógrafa) se disociaran? ¿Quién sería el culpable del eventual fraude ante la Agencia Tributaria? La firma y el nombre eran claros. El resto de la información podía no corresponderse con la verdad. Recordé de nuevo la torpe falsificación de mis notas esclares y pensé que talvez me estaba convirtiendo en un falsificador reincidente. Vivimos de convenciones extrañas. El dinero, por ejemplo, es una de ellas. ¿Cómo puede admitirse que un simple rectángulo de papel equivalga al valor facial que está impreso entre sus tintas? Y sin embargo el papel moneda -puro papel al que nosotros le damos un valor real- se ha convertido en un objeto por el que se roba, se mata y se miente. La otra convención es la firma. No crean que la firma es un invento reciente. En tiempos de Pericles, en siglo V antes de Cristo, ya se firmaron sendas declaraciones de paz que acabaron con las guerras médicas de los atenienses contra los persas. Una simple firma y los soldados se iban de nuevo a sus casas. Ahora, ¿qué futuro le queda a la firma autógrafa rodeada de soportes crípticos en los que la información es tan costosa de interpretar? Algo hemos ganado: antes los presupuestos generales del estado llegaban a las Cortes Españolas a bordode una camioneta. Ahora el ministro se saca de su bolsillo un lapiz de memoria y ahí está la esencia del gobernante. Y, sin embargo, las leyes continúan siendo firmadas. La tinta no desaparece. La luz cae de los lucernarios y los taquígrafos intentan seguir los debates de sus señorías. "Señor ministro: ahora mismo entro para que firme lo que ha de salir en el Boletín Oficial del Estado". Y poco después, como en tiempos de Pericles, el ministro saca su estilógrafica y el papel vuelve a demostrar su vigencia. Y es que el papel, generososo lectores, aguanta mucho más que los disketes y que todas las huellas digitales de nuestros pies cansados.