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La humildad de los límites

Escrito por JOAN BARRIL el 19/05/2010 a las 00:53:50
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Yo no soy de los que cree que los políticos han venido a este mundo para hacernos la puñeta. Me gusta pensar en la bondad intrínseca de la especie y estoy convencido que la mayoría de administradores públicos, electos o no, intentan hacer correctamente su trabajo de representarnos y de buscar la mejor solución para cada problema. Sin embargo, también los políticos son humanos y, cuando uno ejerce el poder, es difícil sustraerse a ciertas tentaciones. Y no me refiero a la abyecta tentación de la corrupción y del enriquecimiento privado, sino a la fascinación del aprendiz de brujo. Entonces es cuando aparecen dos líneas de actuación política. La primera es la de la siempre difícil búsqueda de la eficacia. La segunda es la del espectáculo. La eficacia es difícil y, en el momento en que se consigue, los electores no suelen valorarla. La política del espectáculo, en cambio, nos tiene entretenidos un buen rato. Y así, en los fuegos de artificio, al ciudadano se le quitan las ganas de pensar y, por supuesto, de protestar. Para los amables lectores que no hayan seguido los últimos avatares de la política catalana debo contarles que, entre tijeretazos y sensación de crisis, lo más importante ha sido la organización del referéndum más largo del mundo a propósito de la reforma de la avenida Diagonal de Barcelona. A la gente le gusta que se le pregunten cosas. No sólo eso: hay un trasfondo buenista en esa idea del actual equipo de gobierno de involucrar al ciudadano por las cosas que le atañen. Personalmente considero que el recurso al referéndum para obras públicas es una frivolización de la herramienta más imperfecta de la democracia. Un referéndum sólo admite dos opciones. No hay matices. En el caso barcelonés la confusión ha aumentado al proponer a la gente una consulta en dos tiempos. En primer lugar, la reforma o virgencita que me quede como estoy. En segundo lugar si el ciudadano se mantiene en la necesidad del cambio, aparecen entonces la versión A y la versión B. Tal vez los munícipes todavía no se han dado cuenta que en realidad no somos suizos, ese país dónde los referenda forman parte de su cultura. Y que aquí este tipo de consultas las carga el diablo. Pero dicho esto, vamos a la forma que se le ha ofrecido al ciudadano para manifestarse a favor o en contra de la reforma. Se otorgó el derecho al voto a todos los ciudadanos censados en la ciudad. Se habilitaron 108 puntos de votación presencial y se instó a la ciudadanía a hacer uso de su internet doméstico para participar en la consulta desde casa. Aquellos 108 puntos de votación vendrían a ser los tradicionales colegios electorales al que las elecciones tradicionales nos tienen acostumbrados. Pero no era así. En esta consulta democrática no se hizo uso de ninguna urna ni de ninguna papeleta. Por no haber no hubo ni la presencia de interventores o apoderados de las distintas opciones. Por el contrario, para subsanar la lógica ignorancia telemática de buena parte de los ciudadanos, se movilizó a un ejército de presuntos técnicos que hicieron de intermediarios entre la voluntad del votante y su sufragio ante el sistema. El derecho al voto secreto quedaba así malherido de entrada cuando era imprescindible contar con el asesoramiento de un lazarillo informático. Se da la circunstancia que ni siquiera el alcalde impulsor de esa iniciativa tuvo constancia clara de si había votado o no. El espectáculo continuó durante una larga semana y la gente ya no hablaba de la reforma del veterano paseo, sino del sistema elegido para recoger la opinión ciudadana. Una vez más un político había caído en la táctica de la fuga hacia adelante. Pretendiendo ser el primero en impulsar las nuevas tecnologías había generado suspicacias antiguas. Las nuevas tecnologías se prestigian cuando demuestran su eficacia, no cuando se aplican desde arriba como muestra del despotismo tecnológico que nos invade. La tecnología es útil, pero debe encontrar una cierta humildad de la que ahora sus apóstoles carecen. La tecnología sirve para lo que sirve. La tecnología es espléndida cuando, a pesar de los riesgos, el resultado mejora la situación anterior. Nadie renunciaría ahora a la tarjeta de crédito, a la compra de billetes de avión on line o al correo electrónico de larga distancia. Para llegar a ese estado de humildad tecnológica sólo hace falta formularnos una pregunta simplicísima: "¿Y todo eso para qué?" En el caso del voto político electrónico, ¿para qué? ¿En qué mejora la calidad democrática de un sufragio en la pantalla? ¿Realmente la celeridad de los escrutinios en el momento del cierre de los colegios justifica el sistema? ¿Cuántos electores se quedan fuera de un mecanismo que antes entendían y que ahora no entienden? Entre la rapidez del recuento y la supresión del voto secreto, ¿qué es lo más importante? En una sociedad europea, dónde las distancias son mínimas y los colegios electorales son cercanos ¿tiene sentido que el voto electrónico desde cualquier terminal -no así el voto por correo, como hasta ahora- valga lo mismo que el voto presencial? Y los riesgos: para que en unas elecciones se produzca la perversión del pucherazo se necesita una conjura realmente amplia de malhechores democráticos. Concentrando en dos o tres personas los sistemas de defensa de la pureza de la consulta, ¿no resulta más fácil el pucherazo electrónico? Y aún en el supuesto que ese fraude no se produzca, ¿acaso no genera en la población un legítimo escepticismo? Volvamos a la pregunta de la humildad "¿Y todo eso para qué?" A veces hay que reconocer que el avance tecnológico no comporta necesariamente el progreso de la humanidad. No hace falta ir a Hiroshima para demostrarlo. La tecnología se nos quiere mostrar como ilimitada. Pero ¿tiene sentido aplicarla en todos los ámbitos de la vida social? Hace poco el mundo financiero se pegó un susto de muerte dicen que por la confusión en Wall Street entre la letra "b" de billones y la "m" de millones. El miedo al error forma parte de esa necesaria humildad. Hemos puesto en el mercado herramientas poderosas que el usuario no comprende y que le sitúa en una inseguridad crónica que siempre acaba con la frase: "Lo siento, pero el sistema se ha colgado". El sistema se puede colgar. También se puede ir la luz. Y nuestro rendimiento sexual puede verse afectado por el gatillazo. No estamos hablando de cosas individuales. Estamos hablando del poder político. Y no hemos traído nuestros votos y nuestras esperanzas a una máquina para que se acaben colgando. Con las cosas del poder, mejor que no nos la juguemos.