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Por un progreso responsable

Escrito por JOAN BARRIL el 10/11/2010 a las 08:36:20
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A pesar de mi escepticismo me encanta la gran epopeya humana de la invención y del progreso. La fascinación no viene por el ingenio de los inventores sino por la apuesta que cada invento conlleva. ¿Será útil todo el esfuerzo? ¿Habrá otro inventor que mejorará el prototipo? ¿Cuántos dirigibles cruzan los cielos en vuelo de pasajeros? ¿Hay zootropos más allá de los museos de la cinematografía? Lo  importante de la invención no es el éxito sino la pregunta que se hace el inventor. La respuesta puede ser perfeccionable, pero es en la pregunta dónde está todo el saber humano. Y la pregunta no es otra que intentar discernir lo que son necesidades reales respecto lo que son necesidades inducidas. Esas necesidades que se intentan solucionar con cualquier tontería y que acaban pasando al olvido en proporción directa al beneficio que sus fabricantes obtienen.


En el universo de los inventos recientes tenemos un ejemplo claro de como la función por la que fue creado acabó yendo mucho más allá. El casette como soporte magnético reproductor de música fue concebido en un principio como un juguete. El casette era una cinta que no necesitaba anclajes porque ya se encontraba en el interior de su propio envoltorio y que servía para unos aparatos reproductores que no eran precisamente un prodigio de calidad sonora. Sin embargo, con la adaptación de esos reproductores al coche, el radio-cassette alcanzó cotas de ventas importantísimas. Duró lo que duró, es cierto. Pero puso al alcance de muchos consumidores de música un sistema de reproducción y de grabación que en su día fue muy importante.
 

Lo mismo sucedió con el teléfono, un artilugio inventado por el italiano Antonio Meucci y que fue patentado por Graham Bell. Cuenta la leyenda que Meucci, al inventar el teléfono, no pretendía la comunicación inalámbrica de toda la Humanidad. Meucci era un atrezzista de teatro y con el teléfono pretendía ni más ni menos que acabar con los gritos del director de escena con los que indicaba a los actores los cambios que habían de hacerse. Sin embargo, a pesar de ese humilde cometido inicial, el teléfono ha llegado a ser lo que es hoy en día. Y nadie se acuerda de Meucci ni de su plagiador Bell, pero las ciudades están llenas de personas que van hablando aparentemente solas aunque sólo sea por el placer o la necesidad de estar permanentemente conectados.
 

Sin embargo esa supuesta conexión universal que implica el teléfono tiene también una progresión anómala. En otras palabras: que los inventos sobre el invento a veces no responden a las necesidades sociales de la tecnología de las telecomunicaciones. Esta es una reflexión que viene al caso de llamadas telefónicas que llegan a nuestro teléfono móvil bajo el críptico enunciado de "Número privado". Todos sabemos que lo privado forma parte de nuestra civilización. No sólo eso: todos sabemos que hay una corriente ideológica que considera que lo privado siempre es superior en calidad a lo público. Tal vez sea así. Pero lo que es evidente es que una llamada bajo el epígrafe "Número Privado" ofrece a los participantes de la era de la comunicación la opción de la incomunicación. Puede haber gente que no se sienta a gusto descolgando un número privado. Es más, el abuso al que determinadas empresas someten al posible cliente ofreciéndoles sus ofertas bajo el concepto "Número privado", han provocado una huída legítima de los que en otras condiciones hubieran podido responder. La opción "Número privado", generada por los fabricantes de los terminales para proteger la intimidad de artistas o de personas notables, ha conllevado un rechazo que es el primer paso para ignorar las llamadas, con lo que se pierde una cifra importante de negocio por parte de las compañías operadoras. Tengamos en cuenta que la llamada considerada "Numero privado" no permite la rellamada, con lo que se establece una desagradable jerarquía en la que el llamante ejerce un poder arbitrario sobre el llamado. La gente no está tan sola como para atender llamadas indeseadas.
 

Lo mismo sucede con la tendencia de las operadoras a ofrecer a las grandes empresas y corporaciones un número larguísimo que supuestamente abarata costes de los llamantes, pero que una vez más inhibe al llamado a la rellamada. Es evidente que el cliente, ya sea de los terminales como de la compañía que da servicio telefónico a la gran empresa, es el que ha comprado el producto. Pero el negocio se ve reducido. No sólo eso. La confianza telefónica se ve también reducida y puesta en entredicho. La gente no quiere sorpresas y la picaresca en torno al mundo de la comunicación ha llevado a más de uno a facturas exageradas que sólo se pueden evitar con la pura y simple dejación de la llamada secreta.
 Inventamos la posibilidad de hablarnos con franqueza, pero a la hora de perfeccionar el invento hemos boicoteado sus funciones originales. Curioso mundo este en el que la maravilla de la comunicación puede volver al silencio por las cauciones excesivas de ingenieros ociosos que no han entendido que una pregunta correcta sobre el progreso es mucho más importante que la respuesta apresurada y desconfiada.