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Una geografía mental

Escrito por JOAN BARRIL el 08/09/2010 a las 00:16:02
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El dos de agosto de 1944 el general alemán Dietrich Von Choltitz se asomó al balcón de su despacho del cuartel general de la Wehrmacht en París sito en el famoso Hotel Meurice. El dia anterior le habían nombrado gobernador del Gran París y la calma de los jardines de las Tullerías no tenía nada que ver con la amenaza que llegaba del oeste. Los aliados habían consolidado el desembarco en las playas de Normandía y avanzaban lentamente hacia la capital. Von Choltitz disponía de órdenes directas del Führer en el sentido de arrasar la ciudad antes que ésta cayera en manos de los enemigos. El gobernador del Gran París pretendía evitar que París se convirtiera en un nuevo Stalingrado y, a pesar de haber minado todos los puentes, dedicó sus esfuerzos a ganar tiempo para garantizar una defensa "suave" de la ciudad. Para ello el general alemán recurrió a una estratagema que forma parte de los manuales de todas las guerras. Con el fin de dificultar el avance de los aliados hacia la capital los soldados alemanes, en su retirada, se dedicaron a cambiar los carteles indicadores de las carreteras para llevar la confusión a la vanguardia aliada. Nada más fácil que ir a un cruce de caminos y cambiar las señales de los postes de tal manera que si París quedaba a la izquierda se hacía ir al enemigo hacia la derecha. Esta argucia no tiene nada que ver con la tecnología sino con una sencilla manipulación de la realidad que no es otra que subordinar la geografía a los intereses de la victoria. O lo que es lo mismo: en querer creer que las cosas dejan de existir simplemente porque dejamos de nombrarlas. La semana pasada tuve ocasión de comprobar como esa tendencia manipuladora había entrado también en el mundo aparentemente perfecto y exacto de las tecnologías. Un amigo mío se casaba al otro lado del Mediterráneo. Mi amigo es judío y la perspectiva de una gran boda judía me fascinaba tanto como su felicidad. Constaté que una gran boda judía es realmente grande y que la hospitalidad de los israelíes es entrañable. Conscientes que desde hace años gozan de uno de los gobiernos más torpes en materia de comunicación política, los ciudadanos de Israel no suelen atosigar al visitante con sus problemas internos. Al menos así lo viví en estos días de juerga, de bailes y de confraternización universal ante dos personas que se amaban. Pasó la boda y mi mujer y yo decidimos rematar las vacaciones con alguna excursión por el país. Habíamos estado en otras ocasiones en Israel, un lugar pequeño que no tiene ningún secreto de orientación. Decidimos ir al Mar Muerto, un destino curioso que se encuentra a cuarenta kilómetros escasos al este de Jerusalén. Los acuerdos de Camp David sancionaron hace años los límites de Cisjordania. Pero las autoridades israelíes mantienen expedita la carretera número uno que comunica Israel con Jordania, una de las tres únicas entradas fronterizas terrestres. Para entendernos: la carretera número uno, aún cruzando los denominados "territorios ocupados", es una via de comunicación internacional por la que circulan mercancías, taxistas palestinos y turistas israelíes que van a la fortaleza de Massada o a embadurnarse con los lodos negruzcos de la depresión más profunda del planeta. Habiamos alquilado un coche en el aeropuerto de Ben Gurión a la conocida empresa Budget. Los de Budget tuvieron la gentileza de equipar el vehículo con un GPS que nos advertía en lengua española de la ruta a seguir. No me gustan los GPS porque prefiero descubrir los paisajes por mi mismo, pero es indudable que un GPS es muy útil cuando se busca una dirección en una ciudad desconocida y complicada como es Jerusalen, mucho más cuando los caracteres hebráicos de su alfabeto no ayudan precisamente a la comunicación. Iríamos, pues al Mar muerto en compañía del GPS. Ya en el coche mi memoria de otras ocasiones me indicaba que debía desplazarme hacia el este, pero curiosamente la voz femenina del GPS nos iba llevando hacia el oeste por un paisaje desconocido y tranquilo. Bonito paseo, sin duda. Ya se sabe que las ciudades cambian, que se abren autopistas y que no siempre la via más rápida es la línea recta. Decidimos, pues, hacerle caso al GPS, a quien bautizamos con el nombre de Pepi. Pepi demostró una contumaz tendencia a llevarnos por maravillosas carreteras llenas de pinos y cedros siempre, eso sí, en dirección al oeste. Ni rastro de las indicaciones que nos podían llevar a Ein Gedi, nuestro pequeño oasis del Mar Muerto. Era evidente que Pepi nos estaba guiando en dirección contraria. Preguntada por los kilómetros que faltaban apareció la exorbitante cifra de 160. La ruta que nos ofrecía Pepi era un trayecto de cuatro horas que bordeaba la frontera de Cisjordania hacia el sur y que retomaba la ruta hacia el norte una vez superado el obstáculo de los "territorios ocupados". Era evidente que Pepi nos estaba tomando el pelo. Decidí dar media vuelta, regresar a Jerusalén y tomar la segura y certera nacional uno con la mancha azul del mar en el fondo del desierto. Los 160 kilómetros que nos ofrecía Pepi se habían convertido en los 40 que siempre habían sido desde los tiempos de Herodes, Jesucristo, Saladino y Moshé Dayán. A pesar de la evidencia, Pepi no cesaba de rezongar. "Dentro de 500 metros, en la rotonda efectúe un giro de 180 grados". O sea, que Pepi sabía perfectamente dónde nos encontrábamos, pero no quería que fuéramos por otra ruta que no fuera la suya. Al poco de salir de Jerusalén, Pepi se rindió y descubrió su juego: "Está usted a punto de entrar en la zona C. ¿Quiere continuar?" ¿La zona C? ¿Será la C de Cisjordania? ¿Se hizo la zona C para los ojos del turista? ¿Cómo se llaman los ciudadanos que viven en la zona C? Por la zona C no se circula. A la zona C no se la mira. La zona C no merece la pena de ser pisada, todo lo más puede ser pisoteada. Ese era el ideario de Pepi que había anidado en sus circuítos. Y entonces me pareció oir tras la voz metálica de Pepi la risa sardónica del general Von Choltitz, el salvador de París, que llevó la confusión a las carreteras francesas simplemente negando a los hombres la posibilidad de saber dónde estaban. Ya tenemos otra perversión de la tecnología. El GPS, ese prodigioso aparato que sirve para encontrar náufragos en el océano o para conocer el lugar dónde nació nuestra bisabuela, es también un arma estratégica de la confusión interesada. Ahí están los montes y los ríos, los pueblos y los caminos, pero en algún despacho oficial de Israel o de tal vez de otros países, álguien pensó que el chisme perfecto podía convertir el deseo en realidad y que si lo que verdad pretende el estado de Israel es la desaparición de los territorios hostiles, el primer paso ya está dado, porque lo que no tiene nombre no existe. O sea, que dos turistas son tan peligrosos como lo fue el ejército aliado antes de la toma de París. Menudo honor. Claro que todo es relativo. Porque tan solo regresar leo en los periódicos que cuatro israelíes que iban por una carretera parecida, segura y neutral, cerca de Bani Nayim habían sido ametrallados por radicales palestinos. Tal vez lo único que pretendía Pepi era protegernos y, embarcados en el juego de nuestras respectivas paranoias, no quisimos entenderla.