Por si todavía no había suficientes formas de vejar a las mujeres, me he enterado de una que no conocía esta misma semana. El llamado Cyberflashing utilizando AirDrop.
La tecnología AirDrop de Apple permite a los usuarios de dispositivos Apple (como ordenadores Mac y el smartphone iPhone) compartir contenidos y ficheros de forma inalámbrica sin tener que utilizar servidores intermedios en Internet. Es decir, la transferencia es directa.
En el iPhone, dicho servicio dispone de una configuración que permite recibir ficheros procedentes de dispositivos desconocidos, lo cual facilita que podamos intercambiarlos con cualquier persona de una forma fácil y rápida, incluso fruto de un encuentro accidental.
También fue un encuentro accidental, aunque terriblemente desagradable, el que llevó a la periodista Janay Boulos a encontrarse con una foto íntima de un desconocido pidiendo permiso para entrar a su iPhone vía AirDrop mientras viajaba en metro.
Boulos, que cuenta la violación de su intimidad de la cual fue objeto en primera persona en este artículo de la BBC, escrutó el vagón en busca del siniestro personaje, intentando reconocer su cara, así que el sujeto no tuvo mucho miedo de enviarle la foto a cara descubierta. ¿Se sentía protegido por una sociedad en la que la igualdad es todavía un objetivo a cumplir y no una realidad cotidiana?
Ya en el exterior del vagón al haber llegado a la estación, volvió a recibir la petición para aceptar la fotografía pornográfica del extraño, y consiguió localizarlo. Pero en el momento de recriminarle su actitud, el contacto visual con él hizo que no fuera capaz. Comprensible: todos en un momento u otro, hemos evitado una confrontación, aunque sólo fuera verbal, aún sabiendo que llevábamos la razón.
Tras investigar un poco el asunto, Boulos encontró un nombre para esta práctica, y más víctimas: cyberflashing. Es la versión moderna y tecnológica de los antiguos exhibicionistas. Ahora ya no es preciso salir a la calle vestido sólo con una gabardina, el crimen se perpetra ya desde la intimidad del hogar, y se consuma en la calle, en el metro o en cualquier otro lugar en el que al acosador se le ocurra.
Ni siquiera ella era la primera periodista a quien le ocurría; a finales del año pasado, Joanna Stern, del Wall Street Journal, ya relataba que tuvo que padecer lo mismo cuando iba en tren.
Emma Wilson, otra víctima de esta práctica que es mencionada en el artículo de Boulos, fue a presentar denuncia a la policía del metro londinense, encontrándose con una respuesta que, no por pragmática acorde los medios que posee el cuerpo, es satisfactoria: que les es imposible investigar este tipo de casos, y que son solo fotos. Una invitación a dejarlo correr ante el previsible laissez-faire de las autoridades.
Estas son las noticias que nos llegan de los países anglosajones, pero ¿cuántas mujeres no habrán tenido que padecer el mismo ataque en los metros de Barcelona o de Madrid? Una vez más, algo tan práctico como son las nuevas tecnologías, es vuelto en contra de las personas por las mismas personas y, más concretamente, por ese grupo de especímenes masculinos que avergüenza a todo el género con sus depravadas prácticas. Y es que, como hombre, siento que tengáis que pasar por esto, compañeras.