Vivimos tiempos extraños, por decirlo de alguna manera.
¿Recuerdan el film Fahrenheit 451, obra maestra de la ciencia ficción, de François Truffaut? Fharenheit 451 es la temperatura de combustión del papel, 233 grados centígrados. La película se basa en la novela del escritor estadounidense Ray Douglas Bradbury, publicada hace exactamente 60 años. La ficción se sitúa en el año 2009 en un hipotético país en que los libros están prohibidos, son quemados y sus usuarios son proscritos y perseguidos. Todo ello para conseguir que los ciudadanos no piensen y puedan ser fácilmente manipulados por su gobierno.
Otoño 2013, en otro país no tan hipotético: regulación del acceso al sol y al viento para penalizar su aprovechamiento energético por las familias y las empresas. Se aprueban abusivos impuestos disuasorios, que imposibilitan su uso e incrementan fiscalmente su aplicación. Además se prohíben y dificultan normativamente instalaciones en viviendas de nueva construcción, se legislan sanciones de 30 millones de euros por tener una placa solar en un balcón… Un sistema de control digital y pormenorizado de la generación y el uso de la energía permite conocer con exactitud los hábitos de las personas y las familias, invade su intimidad y conculca el derecho a la privacidad de los ciudadanos.
El primer caso es ciencia ficción y ocurre en un espacio y tiempo indeterminados. El segundo, no. ¿Qué está pasando para que algo así suceda hoy en nuestro país, a contracorriente de la mayoría de los de la Unión Europea y del mundo, que promueven la autogeneración, la energía sostenible y eficiente y el respeto a la privacidad como un derecho de la persona?
Para avanzar un poco e intentar salir de nuestra perplejidad sigamos haciendo ciencia ficción. Imaginemos un país cualquiera de la Unión Europea donde un hipotético sector (pongamos por caso, el bancario), dimensiona rematadamente mal su estrategia de despliegue y genera una oferta de productos financieros y servicios que casi triplican la demanda real, y que, además, incrementa sus tarifas un 70% en cinco años. La lógica empresarial nos dice que esta empresa, en un mercado libre, tiene sus días contados. La competencia y el mercado la barrerán sin contemplaciones y su nicho de negocio quedará cubierto por empresas más evolucionadas y ágiles, más eficientes, más baratas y con mejor servicio.
Pero, para evitar su caída, el Estado le inyecta 27.000 millones de euros, que siguen siendo insuficientes para reflotarla y siguen las pérdidas. Ante la perspectiva de su hundimiento y una eventual quita a sus accionistas, el sector presiona al Estado para que titularize esta deuda para blindarla, evitar la quita y convertirla en deuda pública.
Si este hipotético país estuviera en el punto de mira económico de la Unión Europea, su Estado y la entidad financiera, o sector, seria intervenida fulminantemente ante tal acumulación de despropósitos.
Ahora aterricemos en la realidad. En este momento, nuestro país genera una energía cercana a los 102.524MW, según datos del 2012. Es decir, la producción duplica de largo la demanda real situada en 43.010 MW. Por tanto, existe un excedente permanente que se pierde, ya que no puede almacenarse y apenas exportarse por aislamiento del país y falta de redes internacionales de distribución. Paralelamente, las tarifas han crecido un 60% para consumo industrial y un 88% para el doméstico desde el 2006. Una aportación directa del Estado, para compensar estas pérdidas y supuestas inversiones realizadas, ha destinado hasta la fecha 27.000 Millones de Euros – más de 2,6% del PIB español del 2012- por compensación de un supuesto ‘déficit de tarifa’, que muchos consideran una sobreretribución opaca y de difícil justificación.
En este escenario descrito, la aparición de mejoras en tecnológicas y precios fomentan la generación de un nuevo nicho de negocio y de puestos de trabajo, vinculados a las energías renovables, que, entre otras medidas, permiten obtener mediante autogeneración mayor eficiencia energética, sostenibilidad, ahorros en la familias y ventajas competitivas en las empresas, una competitividad de la que tan necesitado está nuestro país. Se crean en su despliegue cientos de empresas y decenas de miles de puestos de trabajo. En España, que tiene uno de los mayores niveles de insolación de la Unión Europea, se reciben inversiones internacionales y se construyen infraestructuras de generación de energía. En este campo el país empieza a destacar en una posición puntera en el planeta.
Pero este sugerente escenario, posiblemente mal calculado por el Estado en algunos aspectos económicos para incentivarlo, pone en riesgo los intereses de algunas quizás anquilosadas e ineficientes empresas. Tales empresas presionan al gobierno para la redacción y puesta en vigor de una nueva Ley del Sector Eléctrico, que limite y penalice las nuevas industrias y aplicaciones emergentes, y reduzca algunas retribuciones (pero no las suyas) incluso con efectos retroactivos.
El Gobierno, atento al dictado, redacta dicha Ley que sufre un rechazo generalizado. No le importa la inseguridad jurídica que provoca la aplicación con efecto retroactivo de cambios legislativos, que afectan y hacen inviables unos 30.000 proyectos (muchos de ellos familiares), de huertos solares, o de ámbito internacional, ya recurridos por los inversores en el seno de la Unión Europea. No le importa ni escucha a la Comisión Nacional de la Energía (CNE), que plantea formalmente y por los cauces previstos objeciones a la ley. No le importa que la Comisión Nacional de la Competencia (CNC) la cuestione. No le importa que las asociaciones de consumidores (OCU) la critiquen. Le tiene sin cuidado que la Unión Española Fotovoltaica UNEF) denuncie lo perjudicial esta ley, y que plantee propuestas constructivas y de negociación que se desoyen.
Tampoco le importa que la propia Unión Europea desconfíe del cumplimiento del objetivo 2020 por parte española, y que la propia legislación europea prohíba determinados aspectos en los gravámenes aplicadas por España, como la directiva 2009/28/ de 23 de abril. Por cierto, el gobierno aún no ha presentado a la Unión Europea el preceptivo Plan Estratégico de la Energía sostenible.
A pesar de todo, el gobierno difícilmente podrá mantener a ultranza el servicio del oligopolio energético, posición que se ve con aprensión y preocupación desde el resto de Europa. El modelo energético está cambiando en el mundo, y este cambio se puede retrasar y entorpecer, en perjuicio de casi todos, pero no se va a evitar.
En el mundo de las utilities, concretamente de la informática, es famosa la histórica frase de Thomas Jhon Watson, presidente de IBM, cuando afirmó en 1958 que serían suficientes unos 5 ordenadores para dar el servicio a todo el planeta. Los grandes y caros sistemas centralizados, suministrando información en costosas redes propietarias en forma de estrella, desaparecieron en la década de los 80 con Internet y el ordenador personal. Hoy coexisten y se interconectan en el mundo no cinco, sino más de 1.000 millones de ordenadores, que, a su vez, están a punto de ser barridos por el Internet de las cosas y las tecnologías pervasivas. A diferencias de las Tecnologías de la información y de los servicios de telecomunicaciones, la producción y el suministro de electricidad aún sigue el paradigma de la informática de los años 50 del siglo pasado. Pero el mundo no se detiene.
El paso de un sistema ineficiente de generación y distribución centralizadas de energía hacia un sistema descentralizado, ágil y distribuido es viable e ineludible. Un correcto planteamiento estratégico por parte de las cinco grandes empresas generadoras y distribuidoras debería convertirlas en cómplices, y no adversarias, de un escenario de futuro inevitable, por fortuna para todos, incluido el gobierno que ahora dificulta la expansión de uno de los pocos sectores en los que podríamos ser punteros y competitivos en el mundo.
Por otro lado, si las eléctricas, con un recorrido corporativo histórico similar, tienen que terminar como las cajas de ahorro españolas, como declaraba recientemente el presidente de una de éstas compañías eléctricas, cuanto antes se plantee, mejor, aunque no sea cómodo para el gobierno, que debe legislar en beneficio de todos.